escuchá el podcast

Evolución y futuro del conocimiento: qué significa saber en una era de conocimiento distribuido e inmediato

Es sorprendentemente difícil definir qué significa saber algo.

Un punto de partida podría ser afirmar que es conocimiento aquello en lo que creemos cuya creencia no solo es verdadera sino que está justificada. Es decir, simplemente creer en algo que resulta verdadero no es conocimiento (podríamos haber adivinado de qué lado cayó una moneda, por ejemplo). Para realmente tener conocimiento, se podría decir, tenemos que haber visto de qué lado cayó la moneda. En otras palabras, acertar en una afirmación bien puede ser una cuestión de suerte pero no es una justificación.

Esta definición, bastante intuitiva, podría resultarnos satisfactoria por un rato, pero con algo de ingenio pueden encontrarse sus puntos flojos. Como se señaló en un trabajo muy influyente de los años 60, bastan algunos ejemplos para notar sus límites. Por ejemplo, podríamos haber comprado un chocolate que dejamos en casa en la alacena. Pero sin que lo sepamos, nuestra pareja lo encontró y se lo comió. Antes de que volvamos, sin embargo, se arrepintió y compró otro igual. Nuestra creencia de que en casa nos esperaba un chocolate sería verdadera y estaría justificada, pero su verdadera justificación no sería nuestra decisión de compra sino que a otra persona le agarró algo de culpa luego de su antojo.

El punto, naturalmente, no es definir qué es el conocimiento, sino que su naturaleza es esquiva, y que nuestra capacidad para dar cuenta de lo que sabemos y su justificación suele estar sobreestimada. Los mayores logros de la humanidad, en efecto, ponen de manifiesto una paradoja fundamental: a pesar de su magnitud, estos no se condicen con nuestro escaso entendimiento acerca de cómo funcionan las cosas.

“La mente humana es tanto genial como patética, brillante e idiota”, resumen Philip Fernbach y Steven Sloman en The Knowledge Illusion (2017). Logramos dominar el fuego, crear instituciones democráticas, pararnos en la Luna, resolver el problema de producir comida para todo el planeta —aunque no el de distribuirla como hace falta— y sin embargo demostramos constantemente nuestra necedad e incapacidad para actuar racionalmente. “Es increíble que hayamos logrado formas de gobierno y sistemas económicos que nos proveen de las comodidades de la vida moderna, cuando en realidad prácticamente nadie tiene más que una vaga noción de cómo funcionan. Y sin embargo las sociedades humanas funcionan increíblemente bien”, al menos la mayor parte del tiempo, señalan.

La cognición humana es sin duda alguna el fenómeno más interesante en el universo, y sin embargo cuanto más aprendemos acerca de ella más nos espantamos de sus tremendas limitaciones. No solo nuestra memoria es en absoluto confiable, sino que nuestra capacidad para calcular riesgos es particularmente deficiente. Y ninguna de estas dos características parecen ser fácilmente mejorables.

Es cuando nuestras pobres capacidades cognitivas son puestas a funcionar de forma colectiva que se logran los méritos más importantes de la humanidad. Lo que cada persona por su cuenta sabe es ridículamente superficial, y la complejidad del mundo no solo se nos escapa sino que tendemos a sobreestimar lo poco que sabemos y aferrarnos a ello con una confianza rara vez completamente justificada.

Quizá en parte nuestra distorsión acerca de lo que supone el conocimiento y el alcance de nuestra mente venga de la caricatura que solemos adoptar acerca de cómo funciona. Pero la mente no es una computadora que guarda información de forma prístina sino que es un subproducto de nuestra evolución, una herramienta para nuestra supervivencia. La mente, sostienen Fernbach y Sloman, es una herramienta para resolver problemas que extrae del mundo solo la información más útil para guiar decisiones en nuevas situaciones.

Es por esto que cada persona guarda en su cabeza tan poca información detallada acerca del mundo. Nuestros cráneos marcan el límite de nuestros cerebros pero no de nuestro conocimiento. Para sobrevivir, las personas no solo dependemos de la información que guardamos en nuestro cerebro sino que nuestra mente se extiende hacia objetos, el entorno y, especialmente, otras personas. “En su conjunto, el pensamiento humano es impresionante, pero es el producto de una comunidad, y no de ningún individuo”, aclaran en su libro. Es gracias a nuestra habilidad para colaborar en torno al conocimiento acumulado que lo aparentemente imposible es logrado.

No es en torno a lo indiscutiblemente complejo, sin embargo, que suele darse nuestra distorsión respecto de cuánto entendemos cómo funcionan las cosas. Quizá la mayoría de las personas no discutiría qué tan intrincado es el funcionamiento de una computadora, como tampoco dudaría respecto de su entendimiento acerca de cómo funciona un inodoro. Puestas a explicarlo, notablemente, la mayoría de las personas no puede dar cuenta de su mecanismo.

Para entender cómo funciona un inodoro, nos señalan Fernbach y Sloman, incluso, se requiere más que una comprensión de su mecanismo. Se necesita entender de cerámica, metal y plástico para apreciar cómo se fabrica; de química para entender cómo se logra que no gotee sobre el piso del baño; del cuerpo humano para comprender su tamaño y su forma. Hasta podríamos argumentar que para tener una comprensión completa debemos entender de economía para dar cuenta de su precio y los componentes que se eligen, cuya calidad depende de decisiones de consumo que asimismo remiten a la psicología del comportamiento, que también puede aproximarnos a entender por qué son de un color y no de otro.

Lo cierto es que nadie puede entender exhaustivamente cómo funciona cada aspecto de la cosa que sea. Incluso el objeto más insignificante de nuestra vida cotidiana esconde una compleja red de conocimiento absolutamente necesaria para su fabricación y su uso. Y ni hablar del conocimiento entrelazado que necesitamos para comprender, en algún sentido relevante, cómo funciona la célula más sencilla, una planta o la mascota que adoptamos.

Pero nada de esto significa que las personas seamos ignorantes, sino que somos más ignorantes que lo que solemos tener presente. Es precisamente esta ilusión de conocimiento la que da nombre al libro que menciono más arriba.

La ignorancia, incluso, puede volverse un apasionante punto de partida una vez que aprendemos a abrazarla. “Sólo sé que no sé nada” es quizá la expresión supuestamente filosófica más repetida, la mayoría de las veces con algo de sorna. Suele atribuirse equivocadamente a Sócrates, que en la Apología dice: “ Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio, porque no creía saber lo que no sabía”.

La diferencia, aunque sutil, es de suma importancia. No solo Sócrates nunca dijo que no sabía nada, y dio su vida por su confianza en lo que sabía, sino que su punto es otro completamente distinto: la ignorancia no es ni remotamente tan peligrosa e infértil como lo es la ilusión de conocimiento.

Nada de esto debería necesariamente inclinarnos hacia el escepticismo y la convicción de que en efecto nada puede ser conocido. Por el contrario, un detenido estudio acerca de la evolución del conocimiento no solo nos demuestra que este es posible, sino que no solo se encuentra en lo abstracto y teórico sino también en lo intuitivo y lo práctico, y no solo abarca una dimensión cognitiva sino también otra social y material.

Este es el acercamiento que adopta Jürgen Renn en The Evolution of Knowledge (2020) con el objetivo de repensar a la ciencia frente al Antropoceno, una época geológica propuesta en alusión al significativo impacto global que las actividades humanas han tenido sobre los ecosistemas terrestres. Si la ciencia y la tecnología son la máxima representación del alcance del conocimiento, y sus aportes fueron indispensables para el aumento del impacto que tenemos los humanos en el planeta, muchas veces la tentación es, o bien huirles hacia un idealizado pasado pre-Industrial, o bien acudir a sus rápidas soluciones para salir del apuro de escala geológica en el que estamos.

Una propuesta aún más interesante es la de volvernos hacia el conocimiento mismo, entendiéndolo en su naturaleza compleja, social y humana. Para empezar, si el conocimiento en sentido propio es colaborativo y social, entonces nos debemos entender las economías del conocimiento y las culturas en las que se encuentra indisolublemente encastrado, para realmente poder apreciar su verdadero valor cognitivo.

Incluso el conocimiento científico, aquel que posibilita los avances tecnológicos, se ve beneficiado de ser considerado en términos evolutivos e históricos. No en favor de un estúpido relativismo, que incalculable daño ha causado a la comunicación pública de la ciencia, sino de una perspectiva enriquecida que excede a los esfuerzos individuales de la ciencia, la ingeniería, la historia o la filosofía.

No son solo los intereses económicos y políticos los que obstaculizan el avance de la ciencia y el alcance de los esfuerzos para contener y revertir la crisis climática, por ejemplo, pero sí se vuelve especialmente evidente que sin contemplar esas dimensiones la comunidad científica dio violentamente contra los límites que imponen los bloqueos políticos y económicos, en la forma que sea.

La ciencia y filosofía del conocimiento es tan inabarcable como fructífera porque constantemente debe revisar no solo qué es lo que consideramos como tal, sino cómo es que podemos dar cuenta de haberlo obtenido. Es por eso que conviene remitirse, nuevamente, a su naturaleza y comportamiento evolutivo. Son generalmente aquellos fenómenos que no podemos explicar, o aquellos problemas que no podemos resolver, los que empujan el límite de lo que es posible conocer— y hacer al respecto.

Es por esto que la historia del conocimiento es contingente, y no está marcada con una clara dirección hacia un punto cúlmine. Es compleja, empantanada y está llena de sutilezas, a veces largamente esquivas. El conocimiento no solo se reparte entre personas e instituciones, sino que incluso puede extenderse entre sociedades cuyas representaciones abstractas podrían no ser inmediatamente cognoscibles por alguien que no perteneciera a ella.

Y, sin embargo, los frutos del conocimiento nos rodean. Aunque no logremos asir ni una ínfima parte de todo lo que podríamos saber, nos va notablemente bien. Incluso si nuestro planeta pareciera estar a todas luces en su momento más crítico, es gracias a los mismos aprendizajes que nos trajeron hasta aquí que podemos dar cuenta de cuál es la dimensión del problema.

La pregunta máxima que enfrenta una ciencia y filosofía del conocimiento es la de para qué, realmente, sirve. Muchas propuestas, igualmente atractivas, pueden ser contempladas, pero un propósito común a todas ellas termina siendo la acción. El pensamiento, y por extensión el conocimiento, evolucionó para que pudiéramos actuar más efectivamente en el logro de nuestros objetivos.

Lo brutalmente limitado de nuestro conocimiento individual posible lejos de desanimarnos puede ser entendido como una característica que no hace más que dejar en evidencia su naturaleza colectiva.

El conocimiento es una empresa social, únicamente obtenible a partir del desarrollo de comunidades en las que la información puede circular y servir de base a esfuerzos colaborativos que empujan sus límites.

Este conocimiento, en su conjunto, nunca estuvo tan accesible como en este momento. Notablemente, la aventura del conocimiento lejos está de haber concluido, si es que ese punto final siquiera tiene sentido alguno.

Internet, y la web, es apenas un fenómeno reciente, pero no el único sino uno en una larga secuencia de tecnologías de representación del conocimiento que en muy poco tiempo pasó de ser una herramienta especializada propia de la comunidad científica a una tecnología e infraestructura indispensable para más de la mitad de la población del planeta.

El potencial de internet para representar y compartir el conocimiento acumulado de la humanidad, sin embargo, no ha sido completamente realizado. No solo eso sino que muchas de sus características más interesantes y con mayor poder de transformación se encuentran en constante amenaza, como la neutralidad en la red o la centralización de funciones en un puñado de actores.

En palabras de Renn, la web actual sigue siendo un mero prototipo de lo que podría llegar a ser y de lo que imaginaron sus fundadores. El borde filoso de los valores de la ética hacker que la pusieron en marcha parecen quedar romos tras el embate de intereses políticos y corporativos, y sus características frecuentemente mantienen un innecesario parecido con la lógica de la cultura de la imprenta medieval.

La integración de antiguo y nuevo conocimiento se ve, entonces, limitado por su fragmentación y las restricciones artificiales a su acceso que impiden su disponibilidad. Las posibles nuevas relaciones entre el conocimiento acumulado en internet se encuentran de este modo libradas a una exigencia desmesurada de esfuerzo, recursos y mera suerte.

Las personas constantemente subestimamos cuánto no conocemos, y sin embargo logramos bastante. Pero entender nuestras limitaciones, y el inagotable potencial de ponerlas al servicio de nuestros desafíos bien podría devolvernos cierta humildad necesaria para entender al conocimiento de manera localizada, contingente y colaborativa. Cuántas decisiones son tomadas sin considerar el alcance de nuestra ignorancia es un asunto meritorio de una vasta literatura. Si fuera la complejidad algo a no subestimar, y el punto de partida para un amplísimo catálogo de discusiones, cabe preguntarse si veríamos el mismo nivel de polaridad que abunda hoy.

Poco valor tiene nuestro pensamiento si no pensamos con otros. Abrazar un concepto colaborativo del conocimiento por defecto no solo no es una propuesta novedosa sino que es apenas el aprendizaje de prácticamente toda investigación que se haya dedicado al respecto.

Sabemos muy poco, y lo poco que sabemos depende de las cosas y personas que nos rodean. Pensemos un poco en eso.

Valentín Muro

Filósofo. Escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter semanal que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad, y conduce el podcast «Idea Millonaria». Además trabaja como consultor en estrategia, tecnología y comunicación desde bestia.media y escribe acerca de tecnología, política y filosofía en el... Ver más

Compartir