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Primero hicimos a la tecnología, y luego ésta nos hizo humanos

Una de las primeras cosas que aprendemos en la infancia es el límite donde termina nuestro cuerpo y empieza el mundo.

Aunque mucho se haya discutido al respecto, y mucho aún abunde por discutir, generalmente nos pensamos como aquello que reside detrás de los ojos y entre las orejas, una mente que cómodamente indica a un cuerpo cómo transitar por el mundo a medida que recibe e interpreta lo que encuentra.

Ante esto resulta sumamente peculiar lo que sucede con nuestras herramientas. No es sencillo afirmar con seguridad dónde se encuentra el límite entre la mente y el resto de cosas que hay en el mundo, en particular con todas aquellas que extienden y amplían nuestras capacidades, tanto físicas como intelectuales.

Para ilustrar este fenómeno contamos con una linda anécdota del físico Richard Feynman. Era una tarde de invierno en California y en su casa se encontraba Charles Weiner, un historiador de la ciencia interesado en conversar sobre su trayectoria. Antes de comenzar, y mientras preparaba el grabador, aprovechó para describir en la cinta sus materiales de trabajo.

Deteniéndose en la pila de anotadores, libros y papeles desordenados iba comentando lo que veía, hasta exclamar con seguridad: “Estos papeles representan un registro de tu trabajo diario”.

— De hecho — interrumpió Feynman — hice los cálculos en el papel.
— Claro — respondió un poco extrañado su entrevistador— hiciste los cálculos en tu cabeza y estos papeles son el registro de esos pensamientos.
— No, no es un registro. Estos papeles son mi pensamiento.

Para Feynman anotar sus ideas y ecuaciones en papel no era una mera comodidad sino una parte crucial de su razonamiento. Pensar, para él, no era desnudarse y posar con una mano sosteniendo el mentón y la mirada perdida en el infinito, como en aquella famosa escultura de Rodin, sino más bien volcar materialmente el proceso mismo de razonar. La mente, por mucho que a Descartes pueda pesarle, no parece estar tan claramente separada del mundo.

“Le damos forma a nuestros edificios”, exclamó Winston Churchill en 1943, “y luego estos nos moldean a nosotros”. Se refería a la reconstrucción de una de las cámaras del parlamento inglés durante un bombardeo y a la forma en que el propio edificio hacía a la mismísima manera en que se concebía a la política.

La expresión, manoseada a través de la historia, eventualmente pasó a servir como atajo para pensar en la tecnología y el modo en que nos afecta y, en última instancia, nos moldea. Cada nueva herramienta que incorporamos no solo afecta nuestra forma de pensar, sino también aquello sobre lo que pensamos.

La escritura amplió nuestra cognición al punto de volverla irreconocible, dando lugar no solo a la posibilidad de una memoria compartida sino también al diálogo abierto e indeterminado tanto entre personas de distintas épocas, como también entre la persona que alguna vez fuimos y la que ahora somos. Y fue la escritura también la que inauguró el pensamiento abstracto, sobrepasando en creces nuestras pobres capacidades cognitivas biológicas.

Los periódicos y el telégrafo hicieron de la vastedad del mundo un lugar pequeño, probablemente inaugurando aquella afición de clasificar en apocalípticas o utópicas a cuanta nueva herramienta fuera presentada. Y tampoco se equivocaban: si en algo coinciden pesimistas y optimistas es en que cada nueva tecnología nos empuja hacia nuevas formas de comportarnos y nos aleja de lo conocido.

La tecnología digital, sin embargo, logró ir un poco más allá, y no solo cambiar la forma en que vivimos sino también lo que somos. Esto, según el autor Clive Thompson, podemos notarlo en al menos tres aspectos. En primer lugar, nuestra memoria se volvió artificialmente prodigiosa y el costo de registrar una idea, una imagen, un momento decrece constantemente. Luego, es la inmediatez en el acceso a la información lo que facilita su interconexión y nos permite vincular entre sí ideas, personas o datos de maneras inesperadas. Y, por último, todo esto fomenta una superfluidad en la comunicación y la capacidad de publicación cuyo impacto es incluso difícil de dimensionar.

Por supuesto que ninguna de estas tres características es intrínsecamente positiva, aunque podríamos argumentar a favor de ello, pero su potencia, aún más en combinación, es indudable. El peligro está en pensar, quizá con cierto romanticismo, en que podríamos prescindir de nuestras herramientas y seguir siendo quienes somos.

Si la Ilustración estuvo marcada por el apetito por el asombro, la era en la que vivimos está marcada por el futuro. No solo porque es hacia él que se depositan nuestras ansiedades y expectativas, sino porque es a través del constante cambio que introducen nuestras herramientas digitales que se abren posibilidades imposibles de predecir —y de prevenir.

Nos asusta pensar que es la abrumadora relación que desarrollamos en torno al constante influjo de información lo que nos agota, y sobrada evidencia podemos encontrar de ello. Es también la creciente dificultad de filtrar entre lo verdadero y lo falso lo que nos hace sospechar de la creciente polarización política, e incluso atribuirle a nuestra dieta cognitiva mediada por lo digital los síntomas de ansiedad y depresión cada vez más frecuentes.

Sentimos el hartazgo de lo digital incluso en los huesos, y tememos que haber volcado una enorme parte de nuestras horas de vigilia a las pantallas nos esté afectando no solo anímicamente sino fisiológicamente. Y del mismo modo que hace poco más de una década nos dejamos maravillar por el privilegio de llevar una poderosa computadora en el bolsillo, ahora buscamos formas de adoptar cierto minimalismo digital e incorporar el hábito de mirar menos nuestras diminutas pantallas.

Y, sin embargo, generalmente confundimos causa y efecto. No necesariamente la ansiedad y depresión son el efecto de nuestros hábitos, sino que estos muchas veces son el resultado de un mundo cuya complejidad se nos hace cada vez más evidente. Y con demasiado apuro olvidamos que no llevamos tanto tiempo asistidos por nuestras prótesis digitales. Si de algo somos conscientes es de que nuestra mente extendida se aclimata a sus capacidades adquiridas con mucho mayor esfuerzo que el que nos toma incorporar herramientas.

Al igual que en los edificios que construimos, detrás de cada nueva herramienta hay decisiones de diseño y de estas no solo se desprende lo que podemos hacer, sino quienes queremos ser.

Es recién cuando nuestro interés por entender cómo es que llegamos al presente nos permite cuestionar cada una de las decisiones que fueron tomadas que podemos empezar a empujar el curso del futuro que queremos, y de las herramientas que necesitaremos.

Valentín Muro

Filósofo. Escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter semanal que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad, y conduce el podcast «Idea Millonaria». Además trabaja como consultor en estrategia, tecnología y comunicación desde bestia.media y escribe acerca de tecnología, política y filosofía en el... Ver más

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