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El doble batacazo de la inteligencia artificial en el último año

A menudo las historias del avance tecnológico involucran conceptos abstractos que vuelven difícil su difusión para un público masivo. En el caso de la inteligencia artificial, por ejemplo, hablar de algoritmos, lenguaje natural o rondas de programación puede aburrir a un lector que se pregunta cuál es la aplicación práctica de todo esto en la vida cotidiana. Por eso los “relatos de carne y hueso”, que cuentan historias de personas impactadas por estos avances son tan valiosas para la validación social de la innovación.

Este es el caso del derrotero de Colin Megill, hoy un emprendedor, científico de datos y experto en inteligencia colectiva, quien a los dos años tuvo un accidente doméstico. Su tía lo tenía alzado y por un descuido involuntario, Megill se cayó y se lastimó su brazo derecho. Durante toda su infancia y adolescencia, tareas rutinarias se convirtieron en desafíos con un dolor terrible: tirar una pelota, nadar, tocar la batería, abrir la puerta de un armario y hasta taparse con el acolchado en invierno cuando tenía frío implicaban un costo enorme.

La lesión, cuenta Megill, se cobró su factura psicológica: era un chico más débil que sus pares, a pesar de las horas interminables en el gimnasio, levantando peso, pensando que todo se trataba de una cuestión de fuerza de voluntad para salir adelante. Sus padres lo llevaron a decenas de médicos clínicos, traumatólogos, ortopedistas; y entre los 12 y los 35 años no tuvo menos de ocho terapistas físicos que lo trataban periódicamente, sin mayores resultados.

Finalmente, Megill consultó a un equipo médico de un equipo menor de la liga de baseball. Lo mandaron a hacer una nueva radiografía y le dijeron que se trataba de una lesión del “labrum” superior del hombro –una palabra que el paciente de ahora 35 años jamás había escuchado-, y que se corregía con una cirugía simple, laparoscópica, que duraba una hora y se realizaba martes y jueves. Se la hizo, se le fue la atrofia, el músculo se reconstruyó y el dolor cesó, por primera vez.

El viaje de penurias duró 33 años. En diciembre del año pasado, a Megill se le ocurrió describir su dolencia en términos llanos y simples en su PC y pedirle una respuesta a GPT-3, el sistema de lenguaje natural difundido hace apenas seis meses antes por iniciativa de la organización OpenAI. El modelo juega con 175 mil millones de parámetros (contra mil quinientos millones del GPT-2, la versión anterior) y se nutre de 410 mil millones de textos disponibles en la web, entre otros materiales. La respuesta artificial inmediata fue la de una lesión de labrum.

GPT-3 fue, sin duda, una de las dos grandes noticias del año pandémico en el campo de la inteligencia artificial. Es cientos de veces más poderosa que su versión anterior y permite crear textos mucho más sofisticados y creativos. Por ejemplo, se puede escribir una nota larga con muy pocas intervenciones de editores humanos. No es un salto conceptual –de hecho sus componentes hace años o décadas que están dando vueltas en este territorio tecnológico-, sino de músculo computacional (valga el paralelismo con la historia del hombro de Megill), pero no por eso con menos potencial disruptivo.

La otra gran novedad del año en materia de IA la dio DeepMind, que con su sistema AlphaFold a fines de noviembre logró predecir la forma de proteínas a partir de secuencias de aminoácidos, un problema que irresuelto en la comunidad de la biología por casi 50 años. La firma filial de Google compitió en un certamen contra 100 equipos y arrasó, en un hito que puede abrir el paso a importantes avances biomédicos. Es conocida la frase de Sundar Pichai, el CEO de Google, de que la inteligencia artificial tendrá un impacto más fuerte que el que tuvo la electricidad en su momento.

En un principio la comunidad de biólogas y biólogos dudaba del hallazgo, porque la empresa no había difundido su metodología. Pero esta proeza se terminó de confirmar semanas atrás.

Las proteínas están determinadas por cadenas de aminoácidos, pero esta secuencia no dice mucho: para empezar a entender su funcionamiento hay que definir su estructura tridimensional, cómo se “desdobla”, y esto abarca posibilidades infinitas. Comprobar en un laboratorio estas estructuras es un proceso largo, caro y muy trabajoso: en años de estudio se pudo determinar apenas al 17% del “protonoma” de los seres humanos. De los 180 millones de secuencias proteicas descubiertas hasta ahora, los científicos pudieron predecir con alta certeza la forma tridimensional de 180 mil.

Ese valor se actualizó en agosto de este año en forma radical cuando DeepMind difundió 350 mil predicciones de alta calidad de estructuras de proteínas del cuerpo humano y de otros 20 organismos, y afirmó que planea en los próximos meses dar a conocer predicciones de otras 100 millones de estructuras. El avance, que podría resultar en un futuro cercano en mejores tratamientos para el cáncer o el Alzheimer, y hasta en un reciclamiento más eficiente del plástico, entre otras posibilidades, fue calificada por muchos especialistas como “la contribución más significativa hecha por la inteligencia artificial al conocimiento científico hasta la fecha”.

La inteligencia artificial es, al igual que la electricidad o el motor de combustión interna, una “tecnología de propósito general”, que abarca todas las áreas de la economía, de la sociedad y de la vida cotidiana de las personas. Por eso vale la pena seguir de cerca esta agenda de cambios inminentes sobre los que hoy apenas estamos observando la punta del iceberg.

Sebastián Campanario

Economista y periodista (UBA y TEA). Realizó seminarios de posgrado en Columbia University, FIU (Universidad de La Florida) y HyperIsland. Fue consultor de la CEPAL, del PNUD y prosecretario de redacción de Clarín, donde por varios años escribió la columna “Economía Insólita”. Actualmente publica artículos en La Nación sobre temas de economía no tradicional (los domingos) y creatividad e innovación (los sábados), y realiza... Ver más

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