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Polimatía y la importancia de saber un poco acerca de todo

“Un zorro sabe de muchas cosas, pero un erizo sabe mucho de una sola cosa”.

Este proverbio, atribuido al poeta griego Arquíloco del siglo VII a. e. c., es el que utiliza el filósofo Isaiah Berlin para distinguir entre dos tipos de personas de acuerdo a sus aspiraciones intelectuales en un famoso ensayo de 1953 acerca del novelista ruso León Tolstói.

Es muy probable que en su sentido original estas palabras difirieran mucho de la forma en que hoy las entendemos, pero en ello quizá reside su gracia: desde el momento mismo en que el conocimiento pudo comenzar a organizarse y acumularse nuestros sentimientos frente a los distintos modos de enfrentarlo siempre fueron encontrados.

En pocas palabras, encontramos un abismo entre quienes relacionan todo en torno a una visión central —un sistema más o menos coherente o articulado que le da sentido al resto— y quienes, por el contrario, persiguen muchos intereses, muchas veces no relacionados entre sí e incluso dispares y contradictorios, quizá conectados pero no de una manera evidente.

La tensión parecería ser propia de la naturaleza misma del conocimiento, y es por eso que acompaña a su historia. Distinguimos entre personas expertas y amateurs, y condenamos la persecución de la curiosidad al mismo tiempo que veneramos y admiramos a quienes han podido dominar un amplio rango de disciplinas.

Por supuesto que se trata de una sobresimplificación y una forzada dicotomía. Sin embargo, inmediatamente la distinción hace brotar en el imaginario suficientes ejemplos de personas que podrían caer en una categoría u otra, no solo entre intelectuales a lo largo de la historia sino incluso entre las amistades que frecuentamos.

Nuestro interés, entonces, podría anclarse no tanto en las cajitas en las que colocar nombres sino en la posibilidad misma de notar cuál es nuestra relación con el conocimiento —y la curiosidad— en su complejidad.

Desconfiamos de quien se anima a hablar de muchos temas porque dudamos de la profundidad de su conocimiento, e incluso de su comprensión. “Mucho aprendizaje (polymathiē) no enseña entendimiento”, escribe Heráclito en su fragmento 40, del siglo VI a. e. c., y asentimos con la cabeza. Los medios hablan desde hace quizá décadas de la “crisis de los expertos” y esto se vuelve aún más acuciante si incluso la persona experta en cuestión parece serlo en demasiados temas. Nadie quiere a los sabelotodo.

Sin embargo, ningún problema lo suficientemente interesante puede ajustarse a los confines de una sola disciplina. La crisis climática, la sostenibilidad, el autoritarismo, la inestabilidad política, la desigualdad alimenticia y económica, el narcotráfico o la gestión de una pandemia, entre muchos otros desafíos, no pueden siquiera definirse si no se empieza por reconocer su complejidad.

Esto, desafortunadamente, deja a las universidades un lugar muy poco privilegiado para atender los problemas más importantes que enfrenta la humanidad. Su estructura y organización fue mutando lenta y firmemente a lo largo de los últimos siglos hacia una donde reina la división en campos bien delimitados que están diseñados de tal modo que se maximice la especialización en detrimento de una visión sistémica de la realidad.

El culto a los expertos —y un sistema de incentivos diseñado en torno a la especialización— resultó en avances científicos y técnicos cada vez más acelerados y sobresalientes, y en absoluto debería ser abandonado. La dicotomía, después de todo, bien podría ser falsa. En cambio la creciente presión por una formación polímata apunta a enriquecer la educación ante el reconocimiento de que —a pesar de sus innegables virtudes frente a los asuntos más acuciantes que enfrentamos— muestra una cierta mutilación de la intelectualidad, parafraseando a Adam Smith.

Solo para darse una idea, la polimatía solía ser común hasta que la especialización la hizo a un lado en pos de la interdisciplinariedad. Este término, sin embargo, apenas si fue incorporado en el último medio siglo. Pero como dice el científico de la computación Paul R. Cohen, “interdisciplinario connota un problema, no una solución”. Esta última, podemos argumentar, es la polimatía.

La polimatía, más allá de su cargadísima historia conceptual, implica no simplemente saber un montón, sino entender qué es lo que las distintas disciplinas —y sus conceptos— tienen en común. A lo que apunta es a un retorno a los fundamentos que sin mucho esfuerzo podemos ver que son a los que a fin de cuentas remite cada disciplina.

Si bien en la actualidad es posible formarse en cualquier campo disciplinar —biología, computación, medicina, física, etcétera— sin alguna vez haberse detenido en su origen, mucho es lo que podemos obtener de atender a las inquietudes que le dieron lugar en primera instancia.

Es cierto que hubo una época en la que cualquiera que le dedicara el suficiente esfuerzo podía más o menos saber un poco acerca de todo, incluso dominando en profundidad disciplinas enteras. Este proyecto, para bien y para mal, probablemente ya no sea posible: hoy sabemos demasiado acerca del universo como para que una sola persona pueda abrazar todo este conocimiento en una sola vida.

Pero también contamos con modos de interactuar con el conocimiento que hubieran sido impensados en aquellas épocas en las que las personas del Renacimiento podían jactarse de su enciclopédico saber. Hoy, más que en cualquier punto previo en la historia, podemos mirar todo desde aún más arriba.

A la par de la especialización logramos dar con abstracciones cada vez más ricas que incluso, para quien esté prestando atención, permiten vislumbrar su aparente universalidad. La forma en que ciertas patologías proliferan entre ciertas células, la manera en que se dan los colapsos bursátiles y el ritmo al que se derriten los polos, por distintos que puedan parecer en un primer vistazo, guardan prácticamente idénticas relaciones en términos de procesos de regulación.

Esta observación, obvia al ojo entrenado, tan fácilmente se escapa cuando miramos con la lupa y no con el telescopio, que solo podemos imaginar cuántas otras relaciones se pierden de vista por la incapacidad adquirida de mirar para los costados. Incluso nuestros premios al mérito científico siguen cerrándose en los logros individuales, como si los genios solitarios existieran y los logros más interesantes no fueran producto de la colaboración.

Quizá una de las imágenes más trilladas, y sin embargo insoportablemente útiles, sea la de la creatividad como el esfuerzo por conectar los puntos; unir aquello que originalmente no estaba vinculado.

Cuesta entender, entonces, cómo vamos a tener más y mejores ideas si nuestros puntos cada vez son más cercanos entre sí, cuando al hacer un breve repaso de la historia de las ideas encontramos que toda gran perspicacia surge de encontrar cómo una cosa se conecta con otra de una manera tal que se nos vuelve incomprensible que no fuera conectada antes.

La realidad es una sola y gran provecho hemos obtenido de recortarla en mil pedacitos para estudiar cada uno de ellos de cerca. Pero fue en este camino que olvidamos que el mapa no es el territorio y que nada nos obliga a respetar los bordes bien delimitados de las cajitas en las que obedientemente nos colocamos.

Aquellos entornos educativos en los que se logre organizar la investigación y la enseñanza en torno a los fundamentos del conocimiento y se prepare a quienes estudian para entender al mundo en su complejidad, con sistemas que interactúan entre sí y a toda escala serán los que puedan mantener su relevancia.

Quizá podamos guardar en el armario también nuestros disfraces de zorro y cada tanto colgar el de erizo, incluso si ya nos acostumbramos por usarlo todos los días.

Valentín Muro

Filósofo. Escribe «Cómo funcionan las cosas», un newsletter semanal que cruza ciencia, historia, filosofía y literatura desde la exploración de la curiosidad, y conduce el podcast «Idea Millonaria». Además trabaja como consultor en estrategia, tecnología y comunicación desde bestia.media y escribe acerca de tecnología, política y filosofía en el... Ver más

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